martes, 20 de agosto de 2013

El puente que nos une (parte 1)

Cuando pienso en los momentos que me he sentido realmente cerca de alguien no puedo evitar pensar en comida.
Cocinar para otros es entregarle todo lo que uno es en cada plato. El puente que me une con el otro es un plato (o muchos). Pero es la comida no solamente es vehículo si no final en sí mismo. Darse por completo a través de algo que terminará justamente "dentro del otro", ocasionando cambios en su percepción hacia nosotros y que buscará siempre crearle un bienestar momentáneo y un recuerdo feliz para el futuro.

Una de las historias que recuerdo con más cariño es la siguiente:

Hace ya unos años la vida me llevó a trabajar en Israel, haciéndome cargo de un hotel de voluntarios de una excavación. Antes de llegar a mi destino final, que sería la ciudad de Magdala, llegué a Jerusalén.
El lugar que supervisaría era llevado por el mismo grupo de LC que tenían a su cargo Notre Dame en Jerusalén. Pasar casi 3 semanas en contacto con las mismas personas, casi 24 horas del día, encontrándonos en todo momento, en uno de los lugares que más han cambiado mi existencia no era cosa sencilla. Allí conocí a un grupo de cuatro mujeres maravillosas que eran Consagradas y cuya visión de la vida me ayudó muchísimo a nivel personal. Como suele pasar cuando uno es cocinero o ama cocinar, quiere regalarle al otro una comida, como gesto de apreciación y un sello de amistad comestible. Así que me lancé a buscar un supermercado que estuviese cerca del lugar en el que vivía. La aventura fue maravillosa pues todo estaba en hebreo y se convirtió en una odisea absoluta encontrar ingredientes. Recuerdo que encontré unos canelones que decidí rellenar con un maravilloso queso israelita que me dieron a probar en ese momento y que ni siquiera intentaré mencionar, espinacas y bresaola, además de unos cuantos piniones (mi teclado no tiene enie, cabe aclarar). De postre decidí preparar un tiramisú y compré unas soletas y usé una especie de requesón majestuoso y decidí que llegaría a pedir una taza de café en la cocina del restaurante del hotel en el que vivía.

Volví al lugar y comencé a cocinar para estas mujeres que me habían regalado su amistad, sus risas, sus historias, sus oraciones. Pocas veces he conocido a personas tan auténticamente buenas y agradecidas. Cociné para ellas en lo que me pareció una centésima de segundo y nos sentamos a la mesa. No recuerdo la textura de la pasta ni el sabor del tiramisú, pero recuerdo que una de ellas, Alessandra, de origen italiano, me dijo que tenía anios sin probar bresaola y que estaba muy feliz pues le recordaba a su familia y lo que comía cuando volvía a casa de visita. Después de ese comentario sentí que el corazón se me llenaba de felicidad... Agradecimiento, sorpresa, halagos, felicidad.. todo era tan genuino y tan hermoso. Un plato había logrado evocar algo de la vida de otra persona, y entonces todo valió la pena, el viaje a un supermercado lejano, el calor de 40 grados que había soportado cargando varias bolsas de regreso, el ridículo al no entender ni jota de los productos que ‘buscaba’. Me sentía feliz de ser cocinera y de poder darle a alguien un poco de mí en un plato hecho con todo el amor del mundo contenido en un bocado.

La comida había sido el puente que me permitía agradecerles sin palabras todo lo que habían hecho por mí en esos casi treinta días de companía. Al día siguiente partimos a Magdala y no volví a verlas. Han pasado ya varios anios desde que eso ocurrió y aún guardo esa cena como una de las más hermosas de mi vida. No he vuelto a ver a estas mujeres y cada que tengo un día difícil, recuerdo la sencillez y el amor con el que viven su vida y cómo me hicieron sentir esa noche que cenamos juntas que sé que sin importar qué pasa en el mundo y en mi vida, TODO ESTARÁ BIEN.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario